lunes, 22 de septiembre de 2008

Instinto Primitivo

Fuimos nómadas desde los comienzos. Conocíamos la posición de cada árbol en cien millas a la redonda. Cuando sus frutos o nueces habían madurado, estábamos allí. Seguíamos a los rebaños en sus migraciones anuales. Disfrutábamos con la carne fresca. Con sigilo, haciendo amagos, organizando emboscadas y asaltos a fuerza viva, cooperando unos cuantos conseguíamos lo que muchos de nosotros, cazando por separado, nunca habríamos logrado. Dependíamos los unos de los otros. Actuar de forma individual resultaba tan grotesco de imaginar como establecernos en lugar fijo.
Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor clave para nuestra supervivencia.
Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada la abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos empezar de nuevo.
Durante el 99.9 % del tiempo desde que nuestra especie inició la andadura fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sábanas y las estepas. Entonces, no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaba la tierra, el océano y el cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil.
No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin preocupaciones. En los últimos diez mil años –un instante en nuestra larga historia- hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y plantas. ¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que este acuda a nosotros?
Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente, como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante; nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir.
Herman Melville, en Moby Dick, habla a favor de los aventureros de todas épocas y latitudes:”Me agita una atracción permanente hacia las cosas remotas. Adoro surcar mares prohibidos…”
Para los antiguos griegos y romanos, El mundo conocido comprendía Europa, y unas Asia y África limitadas, rodeadas de un mundo oceánico infranqueable. Los viajeros podían toparse con seres inferiores, a los que llamaban bárbaros, o bien con seres superiores, que eran los dioses. Todo árbol poseía su dríade (Ninfa de los bosques, cuya vida duraba lo que el árbol a que se suponía unida, definición de Julio Casares), toda región su héroe legendario. Pero no había muchos dioses, al menos al principio, quizá solo unas cuantas docenas. Habitaban en las montañas, bajo la superficie de la tierra, en el mar o ahí arriba, en el cielo. Enviaban mensajes a los hombres, intervenían en los asuntos humanos y se cruzaban con nuestra especie.
Con el paso del tiempo, cuando el hombre descubrió su capacidad de explorar, empezaron las sorpresas: los bárbaros podían ser tan ingeniosos como los griegos y los romanos. África y Asia eran más extensas de lo que nadie había imaginado. El mundo oceánico no era infranqueable. Existían las antípodas (en cuanto a la fábula de que existen antípodas –escribió san Agustín en el siglo v-, es decir, personas en el extremo opuesto de la Tierra, donde el sol sale cuando se pone para nosotros y cuyos habitantes caminan con los pies opuestos a los nuestros, no es creíble en modo alguno. Incluso en el caso de que allí existiera una gran masa de tierra desconocida y no sólo océano, únicamente hubo una pareja de antepasados originales, y es de todo punto inconcebible que regiones tan distantes pudieran ser pobladas por los descendientes de Adán). También se supo de tres nuevos continentes, que habían sido colonizados por los asiáticos en tiempos pasados sin que tales noticias alcanzaran nunca a Europa. Por otra parte, los dioses resultaban decepcionantemente difíciles de encontrar.
La primera migración humana a gran escala del Viejo Mundo al Nuevo se produjo durante el último período glaciar, unos 11500 años atrás, cuando las crecientes capas de hielo polar rebajaron la profundidad de los océanos e hicieron posible el traslado por terreno sólido desde Siberia hasta Alaska. Mil años después llegábamos a Tierra del Fuego, la punta más al sur de Sudamérica. Mucho antes que Colón, aeronautas indonesios en canoas con balancín exploraron la parte occidental del Pacífico; oriundos de Borneo se establecieron en Madagascar; egipcios y libios circunnavegaron África; e incluso hubo una gran flota de juncos de alta mar, perteneciente a la dinastía china Ming, que cruzó el océano Índico, estableció una base en Zanzíbar, rodeo el cabo Buena Esperanza y penetró en el océano Atlántico. Entre los siglos XV y XVII, barco de velas europeos descubrieron continentes (nuevos, claro está, para los europeos) y circunnavegaron el planeta. En los siglos XVIII y XIX., exploradores americanos y rusos, mercaderes y colonos rivalizaron en su carrera por este y oeste, a través de dos vastos continentes hacia el Pacífico. Este entusiasmo desenfrenado por explorar y explorar, con independencia de lo irreflexivos que fueran quienes lo materializaron, entraña un claro valor de supervivencia. No se circunscribe a ninguna nación o grupo étnico concreto. Remite a un don que compartimos toda la especie humana.
Desde el momento en que surgimos, hace unos cuantos millones de años en el este de África, hemos ido forjando nuestro camino a través del planeta. Hoy hay gente en todos los continentes, en la isla más remota, de polo a polo, desde el Everest hasta el mar Muerto, en las profundidades del océano e incluso, ocasionalmente, puede haber humanos acampando a trecientos kilómetros cielo arriba, como los dioses de la antigüedad.
En los tiempos que corren parece que ya no queda nada por explorar, al menos en el área terrestre de nuestro planeta. Víctimas de su notable éxito, hoy en día la gran mayoría de los exploradores prefieren quedarse en casa.
Importantes migraciones de población –algunas voluntarias, pero la mayoría no- han modelado la condición humana. Hoy son mucho más numerosas las personas que se ven obligadas a huir de la guerra, la represión y la hambruna que en ningún otro período de la historia humana. Y dado que el clima de la tierra va a cambiar en las próximas décadas, es muy probable que aumente extraordinariamente las cifras de refugiados medioambientales. Siempre acudiremos a la llamada de lugares más propicios. Las mareas humanas continuarán creciendo y menguando alrededor del planeta. Sin embargo, los países que han de acogernos hoy en día ya están poblados. Otras personas, a menudo poco comprensivas con nuestra situación, han llegado allí antes que nosotros.


Un Punto Azul Pálido
Carl Sagan

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