jueves, 14 de agosto de 2008

Mescalito ya viene a buscarte


Lunes, 7 de agosto, 1961

Llegué a la casa de Don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sentados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: "Buenas noches". Me levanté y respondí: "Buenas noches". Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos "buenas noche" y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sosteniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.
Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos hablaban español.
Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos a una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con Don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.
-¿Usted no tiene don Juan?- le pregunté.
-Sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.
-¿Puede decirme por qué?
-A lo mejor "él" no te ve con agrado o no le caes bien, entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.
-¿Por qué no iba a caerle bien? Nunca le he hecho nada.
-No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.
-Pero si no me acepta, ¿hay algo que puedo yo hacer para caerle bien?
Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregunta y rieron.
-No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer- dijo Don Juan.
Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.
Debimos haber viajado al menos una hora antes de detenernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.
Una mujer joven, mejicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus ladridos. Bajam0os de la camioneta y entramos a la casa. Los hombres murmuraban "buenas noche" al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.
La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diversos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacía la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.
De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto, fornido. Regresó al momento con un frasco de café, quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco se asemejaba a cáscaras de nuez duras y secas. Las manipulé, frotándolas un buen rato.
-Esto se masca- dijo Don Juan en un susurro.
Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme.
-Tengo que ir al retrete- le dije - voy afuera a dar una vuelta.
Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse dentro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y me dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.
El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a esta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.
El dueño de la casa me habló en inglés:
-Don Juan dice que usted es de Sudamérica, ¿hay mescal allí?
Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.
Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber como era. Todos rieron con timidez.
Don Juan me urgió suavemente:
-Masca, masca.
Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozos. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pié e invito a todos a salir al zaguán.
Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.
Los hombres se hallabas sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la fila. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea y me dijo que tomara algo de tequila para sacarme el sabor amargo.
Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, peo si ayudó a disipar un poco el sabor amargo.
Don Juan me dió un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco -no podía verlo en la oscuridad, ni percibir el sabor- y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.
Tras una pausa corta la botella dió otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.
-Esto no es comer- dijo con firmeza.
El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir en que idioma se estaba hablando, el tema de la conversación en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.
Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres hablaban en italiano y repetían una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a Don Juan que los españoles llamaron al Río Colorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escribió o leyó mal "tizones" y el río se llamó de los "tiburones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.
Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traía un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.
Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una lata o taza pequeña. La llenó en la cacerola y me la dió, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.
El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso. Quise preguntarle de ellos a Don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.
Bebí, y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a Don Juan y al volver la cabeza, noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de la luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de mi visión todo era claro. Olvidé mi interés en Don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.
Vi la junta de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a Don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé mi mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.
En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel se formó a mí alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel, se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de Don Juan y de mi mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en la que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.
Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguí nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo de agua atravesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; Resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro, y se proyectó hacia el exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba, yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego, lentamente, el inundo se aclaró y entro en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había salido casi sin que yo me diera cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria, fue genuinamente violento. Había olvidado que era un hombre!!! La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré.

Las enseñanzas de don Juan (una forma yaqui de conocimiento)
Carlos Castaneda

No hay comentarios: