A bañarse en la gota de rocío
que halló en las fores vacilante cuna,
en las noches de estío,
desciende el rayo de la blanca luna.
Así, en las horas de celeste calma
y dulce desvarío,
hay en mi alma una gota de tu alma
donde se baña el pensamiento mío.
Rafael Obligado
miércoles, 29 de octubre de 2008
martes, 28 de octubre de 2008
El cielo del desengaño

Como esas nubes que ahora ves,
que van regando de vida los campos,
así lloraba de vez en vez,
la tristeza del desengaño.
Haberse visto en la soledad,
esa que aman los sabios,
hoy se ha nublado para llorar,
todo el cielo que te he confiado.
Como un ciego...
que apunta al ruido de mi cabeza,
como todo, como siempre, como es sin ver...
Hacia el abismo de sed,
que no calma el agua, ni las lágrimas,
como todo, como siempre, como es sin ver.
Como esas nubes que ahora ves,
que van regando de vida los campos,
así lloraba de vez en vez,
todo el cielo del desengaño.
La renga
martes, 21 de octubre de 2008
Soledad
Ellos tienen razón esa felicidad
al menos con mayúscula no existe
ah pero si existiera con minúscula
seria semejante a nuestra breve presoledad.
Después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad.
Ya se que es una pobre deformación
pero lo cierto es que en ese durable
minuto uno se siente solo en el mundo.
Sin asideros, sin pretextos
sin abrazos, sin rencores
sin las cosas que unen o separan
y en es sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo.
Los datos objetivos son como sigue.
Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos una
frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos claro
que la soledad no viene sola.
Si se mira por sobre el hombro mustio
de nuestras soledades se vera un
largo y compacto imposible un sencillo
respeto por terceros o cuartos
ese percance de ser buenagente.
Después de la alegría
Después de la plenitud
Después del amor
Viene la soledad.
Conforme pero
que vendrá después
de la soledad.
A veces no me siento tan solo
si imagino mejor dicho si se
que mas allá de mi soledad y de
la tuya otra vez estas vos
aunque sea preguntándote a solas
que vendrá después de la soledad.
Mario Benedetti
al menos con mayúscula no existe
ah pero si existiera con minúscula
seria semejante a nuestra breve presoledad.
Después de la alegría viene la soledad
después de la plenitud viene la soledad
después del amor viene la soledad.
Ya se que es una pobre deformación
pero lo cierto es que en ese durable
minuto uno se siente solo en el mundo.
Sin asideros, sin pretextos
sin abrazos, sin rencores
sin las cosas que unen o separan
y en es sola manera de estar solo
ni siquiera uno se apiada de uno mismo.
Los datos objetivos son como sigue.
Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos una
frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos claro
que la soledad no viene sola.
Si se mira por sobre el hombro mustio
de nuestras soledades se vera un
largo y compacto imposible un sencillo
respeto por terceros o cuartos
ese percance de ser buenagente.
Después de la alegría
Después de la plenitud
Después del amor
Viene la soledad.
Conforme pero
que vendrá después
de la soledad.
A veces no me siento tan solo
si imagino mejor dicho si se
que mas allá de mi soledad y de
la tuya otra vez estas vos
aunque sea preguntándote a solas
que vendrá después de la soledad.
Mario Benedetti
lunes, 13 de octubre de 2008
Las lineas de la mano
De una carta tirada de una mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zizaguea hasta el muelle mayor, y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor, y en una cabina donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo, y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.
Julio Cortázar
Julio Cortázar
miércoles, 8 de octubre de 2008
A la orilla de la chimenea
Puedo ponerme cursi y decir
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
Y si quieres tambien
puedo ser tu estacion y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino…
O tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
Puedo ponerme humilde y decir
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir
“toma mi direccion cuando te hartes de amores
baratos de un rato… me llamas”.
Y si quieres tambien
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adios y tu “ven”,
tu manta y tu frio,
tu resaca, tu lunes, tu hastio…
O tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
Y si quieres tambien
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe
tu noche y tu dia.
Tu rencor, tu por que, tu agonia…
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
Joaquín Sabina
"Quién no se ha enamorado de alquien que anda por la vida sin tomarla en serio, y nos enamoramos de su libertad y su incertidumbre?, sabemos que podemos hacerlos felices, y ser plenos con ellos… Pero sabemos que esa libertad nos deja fuera de sus vidas…
-toma mi direccion cuando te hartes de amores
baratos de un rato… me llamas."
que tus labios me saben igual que los labios
que beso en mis sueños,
puedo ponerme triste y decir
que me basta con ser tu enemigo, tu todo,
tu esclavo, tu fiebre, tu dueño.
Y si quieres tambien
puedo ser tu estacion y tu tren,
tu mal y tu bien,
tu pan y tu vino,
tu pecado, tu dios, tu asesino…
O tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
Puedo ponerme humilde y decir
que no soy el mejor
que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir
“toma mi direccion cuando te hartes de amores
baratos de un rato… me llamas”.
Y si quieres tambien
puedo ser tu trapecio y tu red,
tu adios y tu “ven”,
tu manta y tu frio,
tu resaca, tu lunes, tu hastio…
O tal vez ese viento
que te arranca del aburrimiento
y te deja abrazada a una duda,
en mitad de la calle y desnuda.
Y si quieres tambien
puedo ser tu abogado y tu juez,
tu miedo y tu fe
tu noche y tu dia.
Tu rencor, tu por que, tu agonia…
o tal vez esa sombra
que se tumba a tu lado en la alfombra
a la orilla de la chimenea
a esperar que suba la marea.
Joaquín Sabina
"Quién no se ha enamorado de alquien que anda por la vida sin tomarla en serio, y nos enamoramos de su libertad y su incertidumbre?, sabemos que podemos hacerlos felices, y ser plenos con ellos… Pero sabemos que esa libertad nos deja fuera de sus vidas…
-toma mi direccion cuando te hartes de amores
baratos de un rato… me llamas."
sábado, 4 de octubre de 2008
Poema a la clase media
Clase media
medio rica
medio culta
entre lo que cree ser y lo que es
media una distancia medio grande
Desde el medio mira medio mal
a los negritos
a los ricos a los sabios
a los locos
a los pobres
Si escucha a un Hitler
medio le gusta
y si habla un Che
medio también
En el medio de la nada
medio duda
como todo le atrae (a medias)
analiza hasta la mitad
todos los hechos
y (medio confundida) sale a la calle con media cacerola
entonces medio llega a importar
a los que mandan(medio en las sombras)
a veces, solo a veces, se dá cuenta(medio tarde)
que la usaron de peón
en un ajedrez que no comprende
y que nunca la convierte en Reina
Así, medio rabiosa
se lamenta(a medias)
de ser el medio del que comen otros
a quienes no alcanza a entender
ni medio.
Mario Benedetti
medio rica
medio culta
entre lo que cree ser y lo que es
media una distancia medio grande
Desde el medio mira medio mal
a los negritos
a los ricos a los sabios
a los locos
a los pobres
Si escucha a un Hitler
medio le gusta
y si habla un Che
medio también
En el medio de la nada
medio duda
como todo le atrae (a medias)
analiza hasta la mitad
todos los hechos
y (medio confundida) sale a la calle con media cacerola
entonces medio llega a importar
a los que mandan(medio en las sombras)
a veces, solo a veces, se dá cuenta(medio tarde)
que la usaron de peón
en un ajedrez que no comprende
y que nunca la convierte en Reina
Así, medio rabiosa
se lamenta(a medias)
de ser el medio del que comen otros
a quienes no alcanza a entender
ni medio.
Mario Benedetti
miércoles, 1 de octubre de 2008
La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia
El presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce, envía en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Washington. A cambio, promete crear una "reserva" para el pueblo indígena. El jefe Seattle responde en 1855.
El Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras.
El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos esta gentileza porque sabemos qué poca falta le hace, en cambio nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomar nuestras tierras.
El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta a sus estaciones.
Mis palabras son inmutables como las estrellas.
¿Cómo podeís comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo.
Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta la memoria del hombre piel roja. Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por las estrellas.
Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.
Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las crestas rocosas, las savias de las praderas, el calor corporal del potrillo y del hombre, todos pertenecen la misma familia.
Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda a decir que desea comprar nuestras tierras , es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. El será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.
Por eso consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Mas ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros.
El agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a vuestros hijos que lo son, y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo.
El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos.
Si os vendemos nuestras tierras deberéis recordar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daréis a cualquier hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser.
Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que él necesita.
La tierra no es su hermano sino un enemigo.
Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos.
Trata a su madre la tierra, y a su hermano el cielo como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fueran corderos y cuentas de vidrio.
Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.
No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente a la vuestra.
La vista de vuestras ciudades hace doler los ojos al hombre de piel roja.
Pero quizás sea así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el rozar de las alas de un insecto.
Pero quizás sea así porque soy un salvaje y no puedo comprender las cosas.
El ruido de la ciudad parece insultar los oídos. ¿Y qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna?
Soy un hombre de piel roja y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido del viento que acaricia la cala del lago y el olor del mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos.
El aire es algo precioso para el hombre de piel roja porque todas las cosas comparten el mismo aliento: el animal, el árbol y el hombre.
El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días agonizante se ha vuelto insensible al hedor.
Mas, si os vendemos nuestras tierras, debéis recordar que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con toda la vida que sustenta.
Y si os vendemos nuestras tierras, debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podrá llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores de la pradera.
Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales de estas tierras como a sus hermanos.
Soy un salvaje y no entiendo otro modo de conducta. He visto a miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde un tren en marcha.
Soy un salvaje y no comprendo cómo el humeante caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo al que sólo matamos para poder vivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales hubiesen desaparecido el hombre moriría de una gran soledad de espíritu.
Porque todo lo que ocurra a los animales pronto habrá de ocurrir también al hombre.
Todas las cosas están relacionadas entre sí.
Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, debéis decir a vuestros hijos que la tierra está plena de la vida de nuestros antepasados.
Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre.
Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen sobre el suelo se escupen a sí mismos.
Esto lo sabemos: la tierra no le pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra.
El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos.
Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a la familia. Aún el hombre blanco, cuyo dios se pasea con él y conversa con él de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Quizás seamos hermanos después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro dios es su mismo dios.
Ahora pensáis que quizás sois dueños de nuestra tierra: pero no podréis serlo.
El es el dios de la humanidad y su compasión es igual para el hombre de piel roja como para el hombre blanco.
Los hombres blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus.
Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios.
Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que dios os trajo a estas tierras y os dió el dominio sobre ellas y sobre el hombre de la piel roja con algún propósito especial.
Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos sean exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes.
¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza el sobrevivir.
El Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras.
El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos esta gentileza porque sabemos qué poca falta le hace, en cambio nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomar nuestras tierras.
El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta a sus estaciones.
Mis palabras son inmutables como las estrellas.
¿Cómo podeís comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo.
Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y en la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta la memoria del hombre piel roja. Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por las estrellas.
Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros.
Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las crestas rocosas, las savias de las praderas, el calor corporal del potrillo y del hombre, todos pertenecen la misma familia.
Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda a decir que desea comprar nuestras tierras , es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. El será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos.
Por eso consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Mas ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros.
El agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a vuestros hijos que lo son, y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo.
El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos.
Si os vendemos nuestras tierras deberéis recordar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daréis a cualquier hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser.
Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que él necesita.
La tierra no es su hermano sino un enemigo.
Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos.
Trata a su madre la tierra, y a su hermano el cielo como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fueran corderos y cuentas de vidrio.
Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.
No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente a la vuestra.
La vista de vuestras ciudades hace doler los ojos al hombre de piel roja.
Pero quizás sea así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el rozar de las alas de un insecto.
Pero quizás sea así porque soy un salvaje y no puedo comprender las cosas.
El ruido de la ciudad parece insultar los oídos. ¿Y qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna?
Soy un hombre de piel roja y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido del viento que acaricia la cala del lago y el olor del mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos.
El aire es algo precioso para el hombre de piel roja porque todas las cosas comparten el mismo aliento: el animal, el árbol y el hombre.
El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días agonizante se ha vuelto insensible al hedor.
Mas, si os vendemos nuestras tierras, debéis recordar que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con toda la vida que sustenta.
Y si os vendemos nuestras tierras, debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podrá llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores de la pradera.
Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales de estas tierras como a sus hermanos.
Soy un salvaje y no entiendo otro modo de conducta. He visto a miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde un tren en marcha.
Soy un salvaje y no comprendo cómo el humeante caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo al que sólo matamos para poder vivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales hubiesen desaparecido el hombre moriría de una gran soledad de espíritu.
Porque todo lo que ocurra a los animales pronto habrá de ocurrir también al hombre.
Todas las cosas están relacionadas entre sí.
Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, debéis decir a vuestros hijos que la tierra está plena de la vida de nuestros antepasados.
Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre.
Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen sobre el suelo se escupen a sí mismos.
Esto lo sabemos: la tierra no le pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra.
El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos.
Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a la familia. Aún el hombre blanco, cuyo dios se pasea con él y conversa con él de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Quizás seamos hermanos después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro dios es su mismo dios.
Ahora pensáis que quizás sois dueños de nuestra tierra: pero no podréis serlo.
El es el dios de la humanidad y su compasión es igual para el hombre de piel roja como para el hombre blanco.
Los hombres blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus.
Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios.
Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que dios os trajo a estas tierras y os dió el dominio sobre ellas y sobre el hombre de la piel roja con algún propósito especial.
Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos sean exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes.
¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza el sobrevivir.
lunes, 29 de septiembre de 2008
lunes, 22 de septiembre de 2008
Instinto Primitivo
Fuimos nómadas desde los comienzos. Conocíamos la posición de cada árbol en cien millas a la redonda. Cuando sus frutos o nueces habían madurado, estábamos allí. Seguíamos a los rebaños en sus migraciones anuales. Disfrutábamos con la carne fresca. Con sigilo, haciendo amagos, organizando emboscadas y asaltos a fuerza viva, cooperando unos cuantos conseguíamos lo que muchos de nosotros, cazando por separado, nunca habríamos logrado. Dependíamos los unos de los otros. Actuar de forma individual resultaba tan grotesco de imaginar como establecernos en lugar fijo.
Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor clave para nuestra supervivencia.
Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada la abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos empezar de nuevo.
Durante el 99.9 % del tiempo desde que nuestra especie inició la andadura fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sábanas y las estepas. Entonces, no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaba la tierra, el océano y el cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil.
No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin preocupaciones. En los últimos diez mil años –un instante en nuestra larga historia- hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y plantas. ¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que este acuda a nosotros?
Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente, como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante; nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir.
Herman Melville, en Moby Dick, habla a favor de los aventureros de todas épocas y latitudes:”Me agita una atracción permanente hacia las cosas remotas. Adoro surcar mares prohibidos…”
Para los antiguos griegos y romanos, El mundo conocido comprendía Europa, y unas Asia y África limitadas, rodeadas de un mundo oceánico infranqueable. Los viajeros podían toparse con seres inferiores, a los que llamaban bárbaros, o bien con seres superiores, que eran los dioses. Todo árbol poseía su dríade (Ninfa de los bosques, cuya vida duraba lo que el árbol a que se suponía unida, definición de Julio Casares), toda región su héroe legendario. Pero no había muchos dioses, al menos al principio, quizá solo unas cuantas docenas. Habitaban en las montañas, bajo la superficie de la tierra, en el mar o ahí arriba, en el cielo. Enviaban mensajes a los hombres, intervenían en los asuntos humanos y se cruzaban con nuestra especie.
Con el paso del tiempo, cuando el hombre descubrió su capacidad de explorar, empezaron las sorpresas: los bárbaros podían ser tan ingeniosos como los griegos y los romanos. África y Asia eran más extensas de lo que nadie había imaginado. El mundo oceánico no era infranqueable. Existían las antípodas (en cuanto a la fábula de que existen antípodas –escribió san Agustín en el siglo v-, es decir, personas en el extremo opuesto de la Tierra, donde el sol sale cuando se pone para nosotros y cuyos habitantes caminan con los pies opuestos a los nuestros, no es creíble en modo alguno. Incluso en el caso de que allí existiera una gran masa de tierra desconocida y no sólo océano, únicamente hubo una pareja de antepasados originales, y es de todo punto inconcebible que regiones tan distantes pudieran ser pobladas por los descendientes de Adán). También se supo de tres nuevos continentes, que habían sido colonizados por los asiáticos en tiempos pasados sin que tales noticias alcanzaran nunca a Europa. Por otra parte, los dioses resultaban decepcionantemente difíciles de encontrar.
La primera migración humana a gran escala del Viejo Mundo al Nuevo se produjo durante el último período glaciar, unos 11500 años atrás, cuando las crecientes capas de hielo polar rebajaron la profundidad de los océanos e hicieron posible el traslado por terreno sólido desde Siberia hasta Alaska. Mil años después llegábamos a Tierra del Fuego, la punta más al sur de Sudamérica. Mucho antes que Colón, aeronautas indonesios en canoas con balancín exploraron la parte occidental del Pacífico; oriundos de Borneo se establecieron en Madagascar; egipcios y libios circunnavegaron África; e incluso hubo una gran flota de juncos de alta mar, perteneciente a la dinastía china Ming, que cruzó el océano Índico, estableció una base en Zanzíbar, rodeo el cabo Buena Esperanza y penetró en el océano Atlántico. Entre los siglos XV y XVII, barco de velas europeos descubrieron continentes (nuevos, claro está, para los europeos) y circunnavegaron el planeta. En los siglos XVIII y XIX., exploradores americanos y rusos, mercaderes y colonos rivalizaron en su carrera por este y oeste, a través de dos vastos continentes hacia el Pacífico. Este entusiasmo desenfrenado por explorar y explorar, con independencia de lo irreflexivos que fueran quienes lo materializaron, entraña un claro valor de supervivencia. No se circunscribe a ninguna nación o grupo étnico concreto. Remite a un don que compartimos toda la especie humana.
Desde el momento en que surgimos, hace unos cuantos millones de años en el este de África, hemos ido forjando nuestro camino a través del planeta. Hoy hay gente en todos los continentes, en la isla más remota, de polo a polo, desde el Everest hasta el mar Muerto, en las profundidades del océano e incluso, ocasionalmente, puede haber humanos acampando a trecientos kilómetros cielo arriba, como los dioses de la antigüedad.
En los tiempos que corren parece que ya no queda nada por explorar, al menos en el área terrestre de nuestro planeta. Víctimas de su notable éxito, hoy en día la gran mayoría de los exploradores prefieren quedarse en casa.
Importantes migraciones de población –algunas voluntarias, pero la mayoría no- han modelado la condición humana. Hoy son mucho más numerosas las personas que se ven obligadas a huir de la guerra, la represión y la hambruna que en ningún otro período de la historia humana. Y dado que el clima de la tierra va a cambiar en las próximas décadas, es muy probable que aumente extraordinariamente las cifras de refugiados medioambientales. Siempre acudiremos a la llamada de lugares más propicios. Las mareas humanas continuarán creciendo y menguando alrededor del planeta. Sin embargo, los países que han de acogernos hoy en día ya están poblados. Otras personas, a menudo poco comprensivas con nuestra situación, han llegado allí antes que nosotros.
Un Punto Azul Pálido
Carl Sagan
Trabajando juntos protegíamos a nuestros hijos de los leones y las hienas. Les enseñábamos todo lo que iban a necesitar. También el uso de las herramientas. Entonces, igual que ahora, la tecnología constituía un factor clave para nuestra supervivencia.
Cuando la sequía era prolongada o si un frío inquietante persistía en el aire veraniego, nuestro grupo optaba por ponerse en marcha, muchas veces hacia lugares desconocidos. Buscábamos un entorno mejor. Y cuando surgían problemas entre nosotros en el seno de la pequeña banda nómada la abandonábamos en busca de compañeros más amistosos. Siempre podíamos empezar de nuevo.
Durante el 99.9 % del tiempo desde que nuestra especie inició la andadura fuimos cazadores y forrajeadores, nómadas moradores de las sábanas y las estepas. Entonces, no había guardias fronterizos ni personal de aduanas. La frontera estaba en todas partes. Únicamente nos limitaba la tierra, el océano y el cielo; y, ocasionalmente, algún vecino hostil.
No obstante, cuando el clima era benigno y el alimento abundante estábamos dispuestos a permanecer en lugar fijo. Sin correr riesgos. Sin sobrecargas. Sin preocupaciones. En los últimos diez mil años –un instante en nuestra larga historia- hemos abandonado la vida nómada. Hemos domesticado a animales y plantas. ¿Por qué molestarse en cazar el alimento, cuando podemos conseguir que este acuda a nosotros?
Con todas sus ventajas materiales, la vida sedentaria nos ha dejado un rastro de inquietud, de insatisfacción. Incluso tras cuatrocientas generaciones en pueblos y ciudades, no hemos olvidado. El campo abierto sigue llamándonos quedamente, como una canción de infancia ya casi olvidada. Conquistamos lugares remotos con cierto romanticismo. Esa atracción, sospecho, se ha ido desarrollando cuidadosamente, por selección natural, como un elemento esencial para nuestra supervivencia. Veranos largos, inviernos suaves, buenas cosechas, caza abundante; nada de eso es eterno. No poseemos la facultad de predecir el futuro. Los eventos catastróficos están al acecho, nos cogen desprevenidos. Quizá debamos nuestra propia existencia, la de nuestra banda o incluso la de nuestra especie a unos cuantos personajes inquietos, atraídos por un ansia que apenas eran capaces de articular o comprender hacia nuevos mundos y tierras por descubrir.
Herman Melville, en Moby Dick, habla a favor de los aventureros de todas épocas y latitudes:”Me agita una atracción permanente hacia las cosas remotas. Adoro surcar mares prohibidos…”
Para los antiguos griegos y romanos, El mundo conocido comprendía Europa, y unas Asia y África limitadas, rodeadas de un mundo oceánico infranqueable. Los viajeros podían toparse con seres inferiores, a los que llamaban bárbaros, o bien con seres superiores, que eran los dioses. Todo árbol poseía su dríade (Ninfa de los bosques, cuya vida duraba lo que el árbol a que se suponía unida, definición de Julio Casares), toda región su héroe legendario. Pero no había muchos dioses, al menos al principio, quizá solo unas cuantas docenas. Habitaban en las montañas, bajo la superficie de la tierra, en el mar o ahí arriba, en el cielo. Enviaban mensajes a los hombres, intervenían en los asuntos humanos y se cruzaban con nuestra especie.
Con el paso del tiempo, cuando el hombre descubrió su capacidad de explorar, empezaron las sorpresas: los bárbaros podían ser tan ingeniosos como los griegos y los romanos. África y Asia eran más extensas de lo que nadie había imaginado. El mundo oceánico no era infranqueable. Existían las antípodas (en cuanto a la fábula de que existen antípodas –escribió san Agustín en el siglo v-, es decir, personas en el extremo opuesto de la Tierra, donde el sol sale cuando se pone para nosotros y cuyos habitantes caminan con los pies opuestos a los nuestros, no es creíble en modo alguno. Incluso en el caso de que allí existiera una gran masa de tierra desconocida y no sólo océano, únicamente hubo una pareja de antepasados originales, y es de todo punto inconcebible que regiones tan distantes pudieran ser pobladas por los descendientes de Adán). También se supo de tres nuevos continentes, que habían sido colonizados por los asiáticos en tiempos pasados sin que tales noticias alcanzaran nunca a Europa. Por otra parte, los dioses resultaban decepcionantemente difíciles de encontrar.
La primera migración humana a gran escala del Viejo Mundo al Nuevo se produjo durante el último período glaciar, unos 11500 años atrás, cuando las crecientes capas de hielo polar rebajaron la profundidad de los océanos e hicieron posible el traslado por terreno sólido desde Siberia hasta Alaska. Mil años después llegábamos a Tierra del Fuego, la punta más al sur de Sudamérica. Mucho antes que Colón, aeronautas indonesios en canoas con balancín exploraron la parte occidental del Pacífico; oriundos de Borneo se establecieron en Madagascar; egipcios y libios circunnavegaron África; e incluso hubo una gran flota de juncos de alta mar, perteneciente a la dinastía china Ming, que cruzó el océano Índico, estableció una base en Zanzíbar, rodeo el cabo Buena Esperanza y penetró en el océano Atlántico. Entre los siglos XV y XVII, barco de velas europeos descubrieron continentes (nuevos, claro está, para los europeos) y circunnavegaron el planeta. En los siglos XVIII y XIX., exploradores americanos y rusos, mercaderes y colonos rivalizaron en su carrera por este y oeste, a través de dos vastos continentes hacia el Pacífico. Este entusiasmo desenfrenado por explorar y explorar, con independencia de lo irreflexivos que fueran quienes lo materializaron, entraña un claro valor de supervivencia. No se circunscribe a ninguna nación o grupo étnico concreto. Remite a un don que compartimos toda la especie humana.
Desde el momento en que surgimos, hace unos cuantos millones de años en el este de África, hemos ido forjando nuestro camino a través del planeta. Hoy hay gente en todos los continentes, en la isla más remota, de polo a polo, desde el Everest hasta el mar Muerto, en las profundidades del océano e incluso, ocasionalmente, puede haber humanos acampando a trecientos kilómetros cielo arriba, como los dioses de la antigüedad.
En los tiempos que corren parece que ya no queda nada por explorar, al menos en el área terrestre de nuestro planeta. Víctimas de su notable éxito, hoy en día la gran mayoría de los exploradores prefieren quedarse en casa.
Importantes migraciones de población –algunas voluntarias, pero la mayoría no- han modelado la condición humana. Hoy son mucho más numerosas las personas que se ven obligadas a huir de la guerra, la represión y la hambruna que en ningún otro período de la historia humana. Y dado que el clima de la tierra va a cambiar en las próximas décadas, es muy probable que aumente extraordinariamente las cifras de refugiados medioambientales. Siempre acudiremos a la llamada de lugares más propicios. Las mareas humanas continuarán creciendo y menguando alrededor del planeta. Sin embargo, los países que han de acogernos hoy en día ya están poblados. Otras personas, a menudo poco comprensivas con nuestra situación, han llegado allí antes que nosotros.
Un Punto Azul Pálido
Carl Sagan
viernes, 19 de septiembre de 2008
martes, 16 de septiembre de 2008
Enemigos Naturales
Sábado, 8 de abril, 1962
En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase "hombre de conocimiento", o se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.
-Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender - dijo – Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los secretos del poder y el conocimiento.
-¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?
-No, no cualquiera.
-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?
-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.
-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?
-Sí. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los cuatro.
-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemigos ser un hombre de conocimiento?
-Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.
-¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos enemigos?
-No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser un hombre de conocimiento; muy pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino para llegar a ser un hombre de conocimiento son de verdad formidables, de verdad poderosos; y la mayoría, pues, se pierde.
-¿Qué clase de enemigos son, don Juan?
Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pensaba que yo podía volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no oportunidad de convertirme en hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla contra los cuatro enemigos –de si podía yo vencerlos o salía vencido- pero que era imposible predecir el resultado de esa lucha.
Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por ningún medio, porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto, replicó:
-Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante de conocimiento muy corto, después de vencer a los cuatro enemigos naturales.
-Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.
No respondió. Insistí, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.
Domingo, 15 de abril, 1962
Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y sería buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mientras estaba fuera.
Titubeó un rato, pero luego empezó a hablar.
-Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
“Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno cría. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
“Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda”.
-¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?
-Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llegará a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.
-¿Y qué puede hacer para superar el miedo?
-La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea aterradora.
“cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo natural”.
-¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?
-Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista rápido y de repente.
-¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?
-No. Una vez que el hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo, ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede preveer los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto. Y así ha encontrado a segundo enemigo: la claridad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo pero también ciega.
“fuerza al hombre a no dudar nunca de si. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene claridad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro pero incompleto. Si el hombre se rinde ante esa ilusión de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debía apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.
-¿Qué pasa con un hombre derrotado de esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?
-No, no muere. Su segundo enemigo nomás aparado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado, no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
-Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?
-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenderá que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.
“Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay alrededor. Pero también ha tropezado con su tercer enemigo: el poder!
“El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y naturalmente lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.
“Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transformado en un hombre cruel, caprichoso”.
-¿Perderá su poder?
-No, nunca perderá su claridad ni su poder.
-Entonces, ¿qué lo distinguirá de un hombre de conocimiento?
-Un hombre vencido por su poder, muere sin saber realmente cómo manejarlo. El poder es solo una carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni cuando usar su poder.
-¿La derrota a manos de cualquiera de estos enemigo es definitiva?
-Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence al hombre, no hay nada que se pueda hacer.
-¿Es posible por ejemplo, que el hombre vencido por el poder, vea su error y se corrija?
-No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.
-¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?
-Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse hombre de conocimiento. Un hombre está vencido solo cuando ya no hace la lucha y se abandona.
-Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero finalmente lo conquiste.
-No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.
-¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?
-Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta que el poder que aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre si mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un unto en el que todo se domina. Entonces sabrá como y cuando usar su poder. Y habrá vencido a su tercer enemigo.
“El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tropezará con su ultimo enemigo: la vejez! Este enemigo es el más cruel de todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyentar por un instante.
“Ese es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos. Ya no tiene claridad impaciente, un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por entero a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.
“Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conocimiento son suficientes".
Las enseñanzas de don Juan (una forma yaqui de conocimiento)
Carlos Castaneda
En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase "hombre de conocimiento", o se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.
-Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender - dijo – Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los secretos del poder y el conocimiento.
-¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?
-No, no cualquiera.
-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?
-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.
-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?
-Sí. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los cuatro.
-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemigos ser un hombre de conocimiento?
-Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.
-¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos enemigos?
-No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser un hombre de conocimiento; muy pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino para llegar a ser un hombre de conocimiento son de verdad formidables, de verdad poderosos; y la mayoría, pues, se pierde.
-¿Qué clase de enemigos son, don Juan?
Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pensaba que yo podía volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no oportunidad de convertirme en hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla contra los cuatro enemigos –de si podía yo vencerlos o salía vencido- pero que era imposible predecir el resultado de esa lucha.
Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por ningún medio, porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto, replicó:
-Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un instante de conocimiento muy corto, después de vencer a los cuatro enemigos naturales.
-Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.
No respondió. Insistí, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.
Domingo, 15 de abril, 1962
Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y sería buena idea escribir lo que él dijese y meditar en ello mientras estaba fuera.
Titubeó un rato, pero luego empezó a hablar.
-Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de los trabajos que cuesta aprender.
“Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno cría. Y así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
“Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: el miedo! Un enemigo terrible: traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin a su búsqueda”.
-¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?
-Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llegará a ser hombre de conocimiento. Llegará a ser un maleante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.
-¿Y qué puede hacer para superar el miedo?
-La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo, pero no debe detenerse. Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya una tarea aterradora.
“cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su primer enemigo natural”.
-¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?
-Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista rápido y de repente.
-¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?
-No. Una vez que el hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo, ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo. Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede preveer los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada está oculto. Y así ha encontrado a segundo enemigo: la claridad! Esa claridad de mente, tan difícil de obtener, dispersa el miedo pero también ciega.
“fuerza al hombre a no dudar nunca de si. Le da la seguridad de que puede hacer cuanto se le antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se detiene en nada porque tiene claridad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro pero incompleto. Si el hombre se rinde ante esa ilusión de poder, ha sucumbido a su segundo enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente cuando debía apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender nada más.
-¿Qué pasa con un hombre derrotado de esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?
-No, no muere. Su segundo enemigo nomás aparado en seco sus intentos de hacerse hombre de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso, o un payaso. Pero la claridad que tan caro ha pagado, no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
-Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?
-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenderá que su claridad era sólo un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.
“Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo cuanto hay alrededor. Pero también ha tropezado con su tercer enemigo: el poder!
“El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y naturalmente lo más fácil es rendirse; después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.
“Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transformado en un hombre cruel, caprichoso”.
-¿Perderá su poder?
-No, nunca perderá su claridad ni su poder.
-Entonces, ¿qué lo distinguirá de un hombre de conocimiento?
-Un hombre vencido por su poder, muere sin saber realmente cómo manejarlo. El poder es solo una carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni cuando usar su poder.
-¿La derrota a manos de cualquiera de estos enemigo es definitiva?
-Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence al hombre, no hay nada que se pueda hacer.
-¿Es posible por ejemplo, que el hombre vencido por el poder, vea su error y se corrija?
-No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.
-¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?
-Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse hombre de conocimiento. Un hombre está vencido solo cuando ya no hace la lucha y se abandona.
-Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero finalmente lo conquiste.
-No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.
-¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?
-Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta que el poder que aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre si mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un unto en el que todo se domina. Entonces sabrá como y cuando usar su poder. Y habrá vencido a su tercer enemigo.
“El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi sin advertencia tropezará con su ultimo enemigo: la vejez! Este enemigo es el más cruel de todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá ahuyentar por un instante.
“Ese es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos. Ya no tiene claridad impaciente, un tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo constante de descansar. Si se rinde por entero a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.
“Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y conocimiento son suficientes".
Las enseñanzas de don Juan (una forma yaqui de conocimiento)
Carlos Castaneda
martes, 26 de agosto de 2008
domingo, 24 de agosto de 2008
El nacedor

¿Por qué será que el Che tiene esa peligrosa costumbre de seguir naciendo?
Cuanto más lo insultan, lo manipulan, lo traicionan, más nace.
Él es el más nacedor de todos.
¿No será porque el Che decía lo que pensaba y hacía lo que dicía?
No será que por eso sigue siendo tan extraordinario,
en un mundo donde las palabras y los hechos muy rara vez se encuentran,
y cuando se encuentran, no se saludan, porque no se reconocen.
Eduardo Galeano.
viernes, 22 de agosto de 2008
Tienes que decidir
Tienes que decidir
quién prefieres que te mate:
un comando terrorista
o tu propio gobierno para salvarte
del comando terrorista.
Tienes que decidir
qué prefieres que te mate:
la pobreza, la miseria,
el Tratado de Libre Comercio
o el programa contra el hambre.
Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos si quiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.
Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos ciiviles,
rehenes, vampiros o simples mortales.
Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir cómo queremos morir.
Tienes que decidir cómo prefieres morir:
de hambre natural,
de asco terminal,
de pago de predial,
ahorcada con tu chal,
debiendo un dineral,
cruzando de ilegal.
Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos si quiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.
Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos ciiviles,
rehenes, vampiros o simples mortales.
Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir cómo queremos morir.
Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe.
quién prefieres que te mate:
un comando terrorista
o tu propio gobierno para salvarte
del comando terrorista.
Tienes que decidir
qué prefieres que te mate:
la pobreza, la miseria,
el Tratado de Libre Comercio
o el programa contra el hambre.
Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos si quiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.
Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos ciiviles,
rehenes, vampiros o simples mortales.
Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir cómo queremos morir.
Tienes que decidir cómo prefieres morir:
de hambre natural,
de asco terminal,
de pago de predial,
ahorcada con tu chal,
debiendo un dineral,
cruzando de ilegal.
Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos si quiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.
Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos ciiviles,
rehenes, vampiros o simples mortales.
Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir cómo queremos morir.
Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe.
miércoles, 20 de agosto de 2008
XIII

- ¿Qué es el alma, mamá?
- Es tu palabra.
- ¿Y no se mancha?
- Las lágrimas no manchan.
Son calientes, hermosas, necesarias.
- Yo te hablo del alma.
!No te estoy preguntando por las lágrimas!
- Pero es que el alma es todo:
allí nacen las ganas,
las risas, las sonrisas,
el desaliento, la esperanza.
- ¿Y se puede tocar?
- A cada instante.
Es como un beso de pestañas.
Lo mismo que una mano sobre otra.
- Bueno, te aviso por las dudas,
que en la calle me esperan unos chicos
para romperme el alma...
María Isabel Constela
domingo, 17 de agosto de 2008
...
y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y porqué
tengo miedo
Alejandra Pizarnik
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y porqué
tengo miedo
Alejandra Pizarnik
viernes, 15 de agosto de 2008
jueves, 14 de agosto de 2008
Mescalito ya viene a buscarte

Lunes, 7 de agosto, 1961
Llegué a la casa de Don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sentados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: "Buenas noches". Me levanté y respondí: "Buenas noches". Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos "buenas noche" y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sosteniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.
Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos hablaban español.
Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos a una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con Don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.
-¿Usted no tiene don Juan?- le pregunté.
-Sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.
-¿Puede decirme por qué?
-A lo mejor "él" no te ve con agrado o no le caes bien, entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.
-¿Por qué no iba a caerle bien? Nunca le he hecho nada.
-No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.
-Pero si no me acepta, ¿hay algo que puedo yo hacer para caerle bien?
Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregunta y rieron.
-No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer- dijo Don Juan.
Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.
Debimos haber viajado al menos una hora antes de detenernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.
Una mujer joven, mejicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus ladridos. Bajam0os de la camioneta y entramos a la casa. Los hombres murmuraban "buenas noche" al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.
La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diversos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacía la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.
De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto, fornido. Regresó al momento con un frasco de café, quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco se asemejaba a cáscaras de nuez duras y secas. Las manipulé, frotándolas un buen rato.
-Esto se masca- dijo Don Juan en un susurro.
Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme.
-Tengo que ir al retrete- le dije - voy afuera a dar una vuelta.
Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse dentro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y me dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.
El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a esta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.
El dueño de la casa me habló en inglés:
-Don Juan dice que usted es de Sudamérica, ¿hay mescal allí?
Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.
Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber como era. Todos rieron con timidez.
Don Juan me urgió suavemente:
-Masca, masca.
Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozos. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa se puso en pié e invito a todos a salir al zaguán.
Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.
Los hombres se hallabas sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la fila. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea y me dijo que tomara algo de tequila para sacarme el sabor amargo.
Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, peo si ayudó a disipar un poco el sabor amargo.
Don Juan me dió un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco -no podía verlo en la oscuridad, ni percibir el sabor- y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.
Tras una pausa corta la botella dió otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca, quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.
-Esto no es comer- dijo con firmeza.
El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir en que idioma se estaba hablando, el tema de la conversación en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.
Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres hablaban en italiano y repetían una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a Don Juan que los españoles llamaron al Río Colorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escribió o leyó mal "tizones" y el río se llamó de los "tiburones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.
Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traía un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.
Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una lata o taza pequeña. La llenó en la cacerola y me la dió, y dijo que yo no podía beber: sólo debía refrescarme la boca.
El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso. Quise preguntarle de ellos a Don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.
Bebí, y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a Don Juan y al volver la cabeza, noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de la luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de mi visión todo era claro. Olvidé mi interés en Don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.
Vi la junta de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha, siguiendo el muro, y vi a Don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé mi mano para apartarlo de mi agua; enfoqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca, sedosa.
En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un túnel se formó a mí alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel, se comprimió hasta empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por completo del perro, de Don Juan y de mi mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar una postura en la cual descansar, una postura en la que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una de esas vueltas vi de nuevo al perro.
Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguí nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo de agua atravesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; Resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro, y se proyectó hacia el exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba, yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego, lentamente, el inundo se aclaró y entro en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había salido casi sin que yo me diera cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria, fue genuinamente violento. Había olvidado que era un hombre!!! La tristeza de tal situación irreconciliable fue tan intensa que lloré.
Las enseñanzas de don Juan (una forma yaqui de conocimiento)
Carlos Castaneda
martes, 12 de agosto de 2008
Contigo
Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá;
yo no quiero que viajes al pasado
y vuelvas del mercado
con ganas de llorar.
Yo no quiero vecínas con pucheros;
yo no quiero sembrar ni compartir;
yo no quiero catorce de febrero
ni cumpleaños feliz.
Yo no quiero cargar con tus maletas;
yo no quiero que elijas mi champú;
yo no quiero mudarme de planeta,
cortarme la coleta,
brindar a tu salud.
Yo no quiero domingos por la tarde;
yo no quiero columpio en el jardin;
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Yo no quiero juntar para mañana,
no me pidas llegar a fin de mes;
yo no quiero comerme una manzana
dos veces por semana
sin ganas de comer.
Yo no quiero calor de invernadero;
yo no quiero besar tu cicatriz;
yo no quiero París con aguacero
ni Venecia sin tí.
No me esperes a las doce en el juzgado;
no me digas "volvamos a empezar";
yo no quiero ni libre ni ocupado,
ni carne ni pecado,
ni orgullo ni piedad.
Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Joaquin Sabina
con recibos y escena del sofá;
yo no quiero que viajes al pasado
y vuelvas del mercado
con ganas de llorar.
Yo no quiero vecínas con pucheros;
yo no quiero sembrar ni compartir;
yo no quiero catorce de febrero
ni cumpleaños feliz.
Yo no quiero cargar con tus maletas;
yo no quiero que elijas mi champú;
yo no quiero mudarme de planeta,
cortarme la coleta,
brindar a tu salud.
Yo no quiero domingos por la tarde;
yo no quiero columpio en el jardin;
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Yo no quiero juntar para mañana,
no me pidas llegar a fin de mes;
yo no quiero comerme una manzana
dos veces por semana
sin ganas de comer.
Yo no quiero calor de invernadero;
yo no quiero besar tu cicatriz;
yo no quiero París con aguacero
ni Venecia sin tí.
No me esperes a las doce en el juzgado;
no me digas "volvamos a empezar";
yo no quiero ni libre ni ocupado,
ni carne ni pecado,
ni orgullo ni piedad.
Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Joaquin Sabina
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